El experimento con ratas que mostró que la esperanza es lo primero que se pierde
La desesperanza no es solo una reacción; es una creencia sobre la falta de control. (Martin Seligman (psicólogo que investigó la desesperanza aprendida)
Curt Richter, un profesor universitario, realizó una investigación con diversos tipos de ratas para estudiar el tiempo que podían sobrevivir en un balde con agua antes de ahogarse
En su laboratorio en la Universidad John Hopkins, en Baltimore, Estados Unidos, Richter había metido ratas domesticadas -aquellas que nacen, crecen y mueren en laboratorios- en baldes de vidrio de los que no podían escapar, para observar cuánto tiempo sobrevivían nadando en agua a diferentes temperaturas antes de ahogarse.
Pero había un problema: “A todas las temperaturas, un pequeño número de ratas murió entre 5-10 minutos después de la inmersión, mientras que en algunos casos otras aparentemente no más saludables, nadaron hasta 81 horas”.
Las variaciones eran demasiado grandes para que los resultados fueran significativos. “La solución vino de una inesperada fuente: el hallazgo del fenómeno de la muerte súbita”. ¿Sería que estaba ocurriendo lo que había estudiado Cannon años atrás?
Richter modificó el experimento. No solo empezó a recortarle los bigotes de las ratas, “destruyendo posiblemente su medio más importante de contacto con el mundo exterior”, sino que introdujo, además de las ratas domesticadas, unas híbridas y otras recién atrapadas en las calles.
Mientras la gran mayoría de ratas domesticadas nadaron de 40 a 60 horas antes de morir, las híbridas (cruces de domesticadas y salvajes) “murieron en un tiempo muy breve”. Pero lo más sorprendente fue que las salvajes, que suelen ser fuertes y excelentes nadadoras, se ahogaron “1-15 minutos después de la inmersión en los frascos”.
Ahora, ¿recordás que se suponía que las muertes súbitas sucedían luego de que la gran cantidad de adrenalina liberada por el estrés aceleraba los latidos del corazón y la respiración? Pues resulta que los datos recogidos mostraron que “los animales morían con una desaceleración del ritmo cardíaco en lugar de una aceleración”. La respiración se ralentizaba y la temperatura del cuerpo disminuía hasta que el corazón dejaba de latir. Pero, por valiosa que fuera esa observación, no fue por ella que el experimento se hizo tan famoso.
Ratas desesperanzadas
Había algo más que no se podía ignorar. “¿Qué mata a estas ratas?”, se preguntó. “¿Por qué todas las ratas salvajes, feroces y agresivas mueren rápidamente, mientras que eso solo le ocurre a pocas de las ratas domesticadas mansas tratadas de manera similar?”.
De hecho, subrayó, algunas de las salvajes morían incluso antes de que las metieran en el agua, cuando los investigadores las tenían en las manos. Richter identificó dos factores importantes para que ocurriera:
La restricción involucrada en retener a las ratas salvajes, aboliendo así repentina y finalmente toda esperanza de escape;
El confinamiento en el frasco de vidrio, eliminando aún más toda oportunidad de escape y al mismo tiempo amenazándolos con ahogamiento inmediato.
En vez de disparar la reacción de lucha o huida, lo que Richter veía era desesperanza. “Ya sea que estén sujetas en la mano o confinadas en el recipiente para nadar, las ratas se encuentran en una situación contra la cual no tienen defensa. Esta reacción de desesperanza la muestran algunas ratas salvajes muy poco tiempo después de haber sido agarradas con la mano e impedidas de moverse; parece que literalmente ‘se rinden’”.
Por otro lado, si el instinto de supervivencia debía haberse disparado en todos los casos, ¿por qué las ratas domesticadas parecían convencidas de que si continuaban nadando al final podrían salvarse? Y a todas estas, ¿podían las ratas tener “convicciones” distintas… y hasta esperanzas?
Un respiro
Richter volvió a modificar el experimento: tomaba ratas similares y las ponía en el frasco. Pero, justo antes de que murieran, las sacaba, las sostenía un rato, las soltaba por un momento y luego las volvía a meter al agua.
“Así”, escribió, “las ratas aprenden rápidamente que la situación en realidad no es desesperada; a partir de entonces, vuelven a ser agresivas, intentan escapar y no dan señales de darse por vencidas”. Ese pequeño interludio marcaba una gran diferencia.
Las ratas que experimentaban un breve respiro nadaban mucho más: al saber que no estaban condenadas, que la situación no estaba perdida, que era posible que una mano amiga las salvara, luchaban por vivir. “Tras eliminar la desesperanza”, escribió Richter, “las ratas no mueren”.