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Memoria genética: el sorprendente legado de tus antepasados

La memoria genética nos conecta con nuestras raíces ancestrales, y a través de ella heredamos no solo rasgos físicos, sino también emociones y culturales. (David Suzuki)

¿Heredamos las manías, los defectos o las habilidades extraordinarias de nuestros antepasados? ¿Crees que una persona puede transmitir a sus hijos la angustia emocional que ha sufrido a lo largo de su vida? La ciencia nos ofrece respuestas interesantes.

En el 2013 se llevó a cabo un curioso experimento con ratones. Se entrenó a un grupo de ellos para que desarrollaran aversión a un tipo de olor. Más tarde, cuando estos animales tuvieron descendencia, se descubrió que las crías sentían la misma angustia hacia ese tipo de estímulo oloroso. Dicho de otro modo, habían heredado el miedo de sus padres sin haber tenido la misma vivencia.

Entendemos la memoria genética como ese fenómeno en el que un individuo hereda recuerdos o habilidades sin haber estado expuesto antes a ningún tipo de experiencia. Sabemos que este hecho se aprecia en el reino animal. Es como si determinadas vivencias traumáticas quedaran impresas en el código genético de una especie, con el fin de facilitar la supervivencia de la siguiente generación.

Ahora bien, ¿sucede lo mismo en el ser humano? ¿Heredamos también nosotros los miedos de nuestros padres o abuelos? ¿Es la vida de nuestros ancestros una especie de “prólogo” que configura nuestra propia historia? Empezaremos señalando que este tema aún resulta polémico para numerosos científicos. Sin embargo, ya podemos clarificar algunos datos.

Nuestro genoma tiene un sistema que puede almacenar el impacto de determinadas experiencias de nuestros ancestros. Esto puede ayudarnos o volvernos más vulnerables a la hora de afrontar determinadas situaciones.

La epigenética y el caso de los supervivientes del Holocausto

A la hora de entender la memoria genética es imprescindible hablar de la epigenética. Este concepto hace referencia, precisamente, a cómo las experiencias de un individuo pueden cambiar la forma en que se expresa su ADN, y cómo esa variación puede transmitirse a la siguiente generación.

Es decir, lo que se produce es una variación en los genes, pero sin llegar a alterar el propio código del ADN. Cambian algunas etiquetas químicas y eso puede hacer que nuestra adaptación al entorno sea mejor… O peor. De este modo, un ejemplo llamativo de la transmisión epigenética está en lo que conocemos como traumas intergeneracionales.

Para ilustrar este fenómeno podemos recurrir a uno de los hechos más estudiados: el impacto de la Segunda Guerra Mundial. Una investigación realizada en Israel por el doctor Natan Kellermann habla de cómo lo vivido por los supervivientes del Holocausto no se quedó solo en sus mentes y sus cuerpos. Ese sufrimiento trascendió. Y lo hizo en las generaciones posteriores.

Lo llamativo es que, mientras algunos descendientes evidencian mayor vulnerabilidad al estrés, otros son más resilientes. Cada persona afrontó de un modo aquellas vivencias extremas. Así, dicha actitud y mecanismos de afrontamiento fueron heredados por sus hijos.

Lo que nos legaron nuestros antepasados

El lenguaje puede considerarse, en parte, como un rasgo parcial de la memoria genética. Todos nosotros estamos predispuestos a la comunicación gracias al desarrollo evolutivo y fisiológico de nuestros antepasados. Pero no solo eso. Aunque se sabe que no hay una predisposición genética para que un niño hable el idioma de sus progenitores, si hay un pequeño aspecto que podemos apreciar.

Hay estudios que nos demuestran cómo idiomas como el mandarín y el vietnamita (en los que el tono es decisivo) se aprecia una variación en el gen para favorecer esa correcta pronunciación. Por ejemplo, la consecuencia sería que fuera más fácil para un bebé nacido en Vietnam aprender la tonalidad requerida para dicho idioma que otro nacido en Buenos Aires.

En resumen, nuestros antepasados nos legaron aspectos de lo más asombrosos, algunos extraordinarios y otros menos amables, es cierto. Ante esta evidencia solo cabe añadir un matiz. Lo biológico nos predispone y lo ambiental, a menudo, nos determina. Esto significa que, si bien uno puede heredar el estrés paterno, la predisposición no es del 100 %. Hay un riesgo, no una causa-efecto.

Sin embargo, vivir en un ambiente familiar marcado por el abuso y el maltrato constante sí tiene un efecto directo en el ser humano. Pocos salen ilesos de un trauma de infancia, aunque ello no significa que seamos eternos cautivos de ese sufrimiento. Siempre hay recursos, estrategias y apoyo que podemos solicitar para tratar esas heridas del ayer.

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